Empieza como todos los cuentos:

Hace ya muchos años existía en mitad del campo, como no podía ser de otra manera, un pueblo, en el vivían unas veintiocho familias, cada familia se mantenía sacando el fruto a la tierra con el esfuerzo de todos sus miembros, ayudados por ganado de tiro al que cuidaban con mimo, eran sus compañeros de trabajo y de ellos dependían sus cosechas en gran parte. Un huerto, una vaca, ovejas, un cerdo para San Martín, gallinas y algún que otro bicho de corral, rellenaban sus necesidades. Casi todas las familias subsistían de los recursos que ellos mismos arrancaban a la naturaleza, con modestia y sensatez, todas las familias vivían, sin lujos, pero tampoco eran dependientes de nadie más que de la merced de la naturaleza.
Pasaron años y siglos en esa perfecta ecuación de equilibrio sostenido, hombre y naturaleza, naturaleza y hombre, hasta que un hombre pasó por ese lugar, un hombre de ciudad vestido de traje, muy presentable él y les propuso que cambiaran su ganado de tiro por una máquina, infernal para los del pueblo por el humo que echaba y por el ruido que hacía, pero a cambio labraría sus tierras en menos tiempo, con menos esfuerzo y con mucha más productividad. Todos sospecharon de tal máquina y la rechazaron, tenían todo lo que querían pues no conocían otra cosa, solo uno de los habitantes quiso hacerse con una y a cambio de parte de futuras cosechas se hizo con ella.
Sus tierras no fueron suficientes para ir pagando el trato concebido y el mantenimiento de tal máquina infernal, y, poco a poco, fue ganando terreno a sus vecinos alquilando sus tierras pues, ese negocio ya no tenía marcha atrás. Al ver que su producción era mayor dejo la vaca y los bichos del corral pues su tiempo estaba limitado a hacer rentar sus tierras cada vez más y más, pues su producto cada vez era mas barato al ser menor su esfuerzo, pasaron algunos años más y sus vecinos no podían competir con él ni con su máquina, aun más grande que la anterior y más infernal si cabe y, no poco a poco sino con la rapidez de una máquina, fueron abandonando el pueblo, ya solo quedó él rentando esas tierras a sus vecinos. Sus hijos también se fueron lejos a estudiar, pues la escuela se cerró, su mujer fue a cuidadar a sus hijos a la capital, nunca más volvieron. Y colorín colorado el cuento de la máquina infernal ha acabado.

PERO OS PREGUNTAREIS:

¿Que máquina era esa tan infernal? Os lo podéis imaginar, la Avaricia.

¿Y como se llamaba ese señor? Nació llamándose Convivencia con el tiempo cambió por el nombre de Ansia y más tarde Amargura y Soledad.

¿Y como se llamaba el pueblo? La historia está inacabada aun, pero puede tener el mismo nombre que tu pueblo.


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MIS PUEBLOS SE ME MUEREN

Los pueblos se me mueren aquejados de un mal cáncer de soledad y abandono. Unas campanas en su lento y machacante latir nos lo anuncian con una frecuencia que nos entristece a los lejanos y hace llorar ya solo a una siguiente generación. Mis pueblos se me mueren, no queda la menor duda, ya en la historia se perdieron muchos, los que quedan aun resisten sin escuelas, sin críos correteando por sus calles, sin nueva simiente ¿que crecerá en ellos? Sus calles apenas unos pasos cortos y cansados las recorren, lentos, demorando su llegada, pues en la vuelta de la esquina tal vez les espera su ultimo destino.


Los pueblos se me mueren, y con ellos esos saludos de cada mañana tan rituales como entrañables: "hola Juana, ¿que tal estás hoy? María hace fresco abrígate, ¿viste ayer a la Dominga? Dicen que está mala".
Dejarán de sonar esas bocinas anunciando el pan de cada día de esquina en esquina, esas charlas a la fresca de la noche del verano, contando mil historias del pasado, no solo se mueren mis pueblos, se muere algo más, algo que ya no se lleva en otras sociedades, la convivencia.


Los pueblos se me mueren al igual que sus animales de cuadra, esos mulos yeguato o como los burros del tío Tizón, que ni que decir tiene el porqué le llamaban el tío Tizón, tan negro él como sus entrañas y es que en los pueblos conviven todos, le tienen cogida la medida a cada uno, dejarán de oírse los gallos en el corral, aquel perro detrás de las puertas carreteras, y aquel cerdo preparado para la matanza, que reclamaba su festín a base de sobras, patatas cocidas, algo de pienso y cebada cada mañana, ya no lucirán sus chorizos en el sobrao, tampoco en ese jamón colgado de un clavo de la cocina para terminar de curarse se darán más coscorrones sus inquilinos -“redios”-. ¿Y quien nos dirá, cuanto de sal, cuanto de pimentón, cuanto de orégano?


Los pueblos se me mueren, veremos caer sus casas poquito a poco, primero sus tejados rojos de teja árabe dejaran a la vista el esqueleto de sus maderas de cubierta, recogidas antaño en el enebral y ahora en la intemperie, aguantaran algunos años pues son duros como sus dueños que nacieron de la misma tierra, y luego, poco a poco, sus paredes de piedra y cal se irán desmoronando. Ya sus paredes interiores de adobe, galvegadas de cal se cayeron hace tiempo, para pasados unos años no dejar ni siquiera el recuerdo de ese hogar construido en muchos casos por los mismos dueños, ayudados por sus vecinos y es que en los pueblos era así. Y los pueblos se me mueren y con ellos la arquitectura tradicional.

Serán desiertos sus huertos de tomates con sabor a tomate, de lechugas tan frescas como el agua de sus fuentes, ahora ya secas, y sus frutales tan esqueléticos y secos como sus áridas tierras no regadas por ese pozo acenagado ya por esas piedras que formaban la pared para evitar intrusos. Mis pueblos se me mueren y con ellos esos sabores de juventud tan recordados... como cuando asaltábamos alguno para coger alguna zanahoria, algún guisante, cuidados con ese mimo que solo los nacidos de esta tierra saben dar y es que nada sabe igual que la fruta prohibida, como el primer beso robado detrás de los lavaderos a esa chica que te traía por la calle de la amargura, o ese revolcón en las eras que martirizaba tus sueños, los pueblos se me mueren y con ellos mis recuerdos.


Ya años atrás murieron muchos pueblos de nuestra comarca, aun en el recuerdo de nuestros mayores, San Miguel de Neguera, El Carpio, Villaveses, Cabrerizos, Aldealafuente, Fresneda de Sepúlveda, la relación de ellos sería larga de enumerar, tan larga como las tradiciones, ritos, gastronomía, folclore, ermitas, arquitectura que también con ellos murieron. Algunos pueblos de estos citados aun no desaparecieron en su totalidad, sus casas aparecen como esqueletos a nuestros ojos, inertes, mudos a nuestros oídos, pero no indolentes a nuestras demás sensaciones, sientes que algo muy nuestro, nuestra historia, se murió con ellos.